Hoy me han
asesinado.
Hoy escrito ésta,
mi primera y única carta a nadie con mis garras de loba.
Soy. Era.
Era la última
loba de mi manada. La última de mi especie. Un último recuerdo y un último
adiós.
Era la última
loba blanca del lugar donde nací. Y me voy tal y como viví mis últimos años.
Mis hijos están
muertos o emigrados. Trasladados, tal vez, a lugares más seguros. Si semejante
lugar puede existir para nosotros.
La cabeza de mi
pareja, grotescamente inerte, forzando una falsa mueca de dolor y rabia,
colgada en la pared de algún furtivo.
Mi única compañía
la Luna y su reflejo en el lago. Con la que, por fin, voy a ser reunida. En
contra de mi voluntad.
Soy la penúltima
loba muerta. El ejemplo número mil. Un millón. Y ni siquiera me han permitido
entender por qué.
Por qué me he ido
quedando sola lentamente. Como el mar retirándose de la playa, marcando con
espuma sus arenas hasta desvanecerse. Por qué se han disuelto mis días.
Soy la última,
pero me temo que mañana no lo seré.
Hoy me han
encontrado.
Hoy han
encontrado mi pelaje blanco manchado de rojo y tierra. Negro y sangre en la
nevada. Hoy han encontrado mi pecho hundido respirando con dificultad. Mis
garras torcidas. Mi hocico partido y una punzada en el costado. Errando el
corazón.
El brillo lunar
de mis ojos atenuado.
Hoy me han
encontrado sin dignidad. Medio muerta. Llorando.
El brillo de luz
artificial refulgir sobre una jeringuilla ante mis ojos nublados.
Mi último rayo de
Luna.