viernes, 14 de octubre de 2016

Viviendo a corto plazo



Mirando al cielo parcialmente nublado y gris supe que aquella sería una buena primavera.

En ese momento, aún, hacía frío. Y susurros entre los árboles. El vaho aún se escapaba de nuestras palabras y nuestro aliento. De nuestra respiración. De nuestras vidas. Para hacerse uno con la humedad que arrastró la lluvia momentos antes.

La lluvia que levantaba aquel olor de las hojas caídas. Aquel olor a otoño. Aquel olor a aún nos quedan estaciones y mucho que llover. Mucho que recorrer.

Por la vía del tren.

Caminabas por encima de los viejos raíles, comidos por el óxido. Carcomidos por la humedad y engullidos por la maleza. Un pie delante del otro. Con los brazos extendidos buscando el equilibrio perfecto. Con la bufanda de lana balanceándose con cada traspié, tapando una húmeda sonrisa que se condensaba en el tejido hecho a mano.

Pero, incluso ahí debajo, sabía que estabas sonriendo. Se te nota siempre en las pequeñas arrugas de los ojos; el caer de los párpados como si tuvieran sueño. Porque cuando sonríes te sonríen hasta las pestañas. Porque cómo no voy a saber cuándo sonríe lo más bonito del mundo. De mi mundo.

Mientras avanzábamos las gotitas de niebla descendían sobre nosotros engullendo lentamente el paisaje. Convirtiendo el marrón y ocre en gris. Viendo a través de mis cristales empañados. Viviendo a corto plazo. Para saborear cada minuto. Cada retazo de humedad.

Dejamos a nuestra izquierda la vieja estación y sus señales abandonadas. Sus palabras de amor y besos de despedida. Gritándose adiós, susurrando “te echaré de menos” Con la promesa de que, algún día, juntos tomarían la misma vía. De estar juntos siempre, de nuevo.

Como ahora hacemos nosotros bajo el otoño. Esperando la llegada de un invierno que traiga la primavera.

Me encantan las estaciones y los paseos a tu lado. Me encanta el frío en los pies y las manos entumecidas. Me encanta la lluvia en los días tristes mientras bailamos. Me encanta perdernos entre la niebla. Como si no existiera nada más que lo poco que ven nuestros ojos. Como si no existiera nada más que tú y yo. Viviendo a corto plazo.


Caminamos despacio entre las hojas muertas. Al ritmo de la niebla. Siguiendo los pasos de un tren que no llega.

martes, 4 de octubre de 2016

Inexorable autodestrucción


Te fuiste sin un sólo ruido. Sin cristales rotos. Sin golpes en la puerta. Sin voces quebradas de tanto gritarse que se odiaban, pero que no podían vivir la una sin la otra. Te fuiste sin lágrimas en los ojos pero con un suspiro en la garganta.


Sin saber si lo que nos quedaba era la calma tras la tormenta, o si la tormenta de verdad empezaba cuando te vi alejarte desde la ventana. Para no volverte a ver tomar la dirección hacia mi casa.

Con el tiempo hasta las paredes arañadas te olvidarían a pesar de sus cicatrices. Hasta el colchón olvidaría nuestra forma y las sábanas nuestro olor. La almohada. Que olía a maquillaje desdibujado por las lágrimas. Y a sudor. Cuando pasara el suficiente tiempo, quién sabe. Puede que incluso te olvidara yo.

Pero es una pena, en verdad, que no haya un manual para el corazón. Ningún mecanismo de defensa en nuestros cuerpos que nos dijera que hasta aquí habíamos llegado. Y que hay daños, palabras que hacen daños, de los que no hay cura posible. De los que no hay vuelta atrás. Que amar odiando, o que odiar amarnos era posible. Pero no era bueno. Y cómo odiábamos amarnos.

Cómo amábamos odiarnos. Tanto que no había vuelta atrás. Ni futuro para nosotros.

Tal vez la culpa fuera mía. Y yo lo dejara escapar.

Lo dejara escapar aquella vez que te plantaste mochila al hombro y maleta en mi puerta porque tus padres te habían echado. Con un moño hecho deprisa, con las manos nerviosas de rabia.

Y me dijiste “vámonos de ésta mierda de ciudad”.

Tal vez la oportunidad estuvo en mis manos. De evitarnos todos los daños. De evitarnos cicatrices. De conservar la poca cordura que nos quedaba. Que ambos, entre los dos, no hacíamos una mente sana. Pero nos gustaba demasiado perder la cabeza el uno con el otro.

Me arrepiento de mi decisión de intentar darle sentido a nuestras vidas. De volver a tomar rumbo en un barco de nuez que iba a la deriva. Me arrepiento de haber sido estúpidamente responsable. Estúpidamente cobarde.

Nos quedamos en aquel lugar al que odiabas. Y comenzó el camino hacia nuestra inexorable autodestrucción. Convirtiendo nuestro caos en rutina.

Intentando que el castillo de naipes no reventara con el vendaval. Peleando contra la tormenta. Capeando el temporal.

Pero una parte de ti ya no estaba. La parte que quería huir conmigo sin importar el destino o la distancia. Y de verdad que intenté devolverte esa parte con todas mis ganas... Pero había decidido fugarse. Sin mí.

El tiempo que nos restaba lo ocupamos destrozándonos cuerpo y mente. Cubriendo páginas en nuestro álbum de cicatrices. Pasando el punto de no retorno, en el que ya no éramos nosotros mismos. Pero, incluso allí, de alguna manera, aún éramos tú y yo.

Éramos la crónica de una muerte anunciada.
Éramos nuestra inexorable marcha hacia la autodestrucción.





©Carlos Avilés, 2016