Echando la vista atrás, todavía puedo verlo
todo. Puedo recordarlo perfectamente.
Recuerdo que por aquel entonces, por aquellas
fechas, ya empezaba a hacer calor. Ese año el buen tiempo parecía llevar prisa
y llegó antes de lo esperado. Muestra de ello era el montón de camisas sobre mi
cama, que fueron reemplazando poco a poco sudaderas y jerséys.
Por primera vez en todo el año, podía dejar la
ventana abierta todo el día sin riesgo de congelarme. Aquel había sido un
invierno especialmente frío, creo recordar. Frío, largo y duro.
Por aquel entonces me acostaba con una botella
de agua helada en mi mesita de noche, que al despertar ya se habría convertido
en una verdadera sopa de cocido.
A través de la panorámica de la ventana de mi
habitación podía ver cómo el árbol que tenía justo enfrente, tras acompañarme
todo el invierno desnudo y seco, comenzaba a cubrirse de distintas gamas de
verde. Incluso los pájaros comenzaron a anidar ya entre sus ramas. Casi casi al
alcance de mi mano, si me estiraba un poco.
Recuerdo
que por aquel entonces el olor almizclado de las primeras flores
inundaba las calles, como si acabase de abrir la más delicada y suculenta de
las pastelerías, y se colaba en mi habitación sin pedir permiso. Recuerdo
asomarme a la ventana y llenarme los pulmones de dulce, hasta toser.
Recuerdo que, por aquel entonces, me sentía
solo.
No era una soledad real, en el verdadero
sentido de la palabra, pues me rodeaba la gente. Pero creo que esa es la peor
clase. La soledad del que se siente solo, incluso rodeado de amigos y de gente.
La soledad del que ve extraños en los rostros que conoce de toda la vida.
Todavía recuerdo despertarme suspirando, con
un nudo en la garganta y otro en las sábanas, enredadas bajo mi puño apretado.
Mientras el mundo se venía abajo y las paredes se estrechaban. Recuerdo aquel
peso invisible sobre mi pecho. Y me sentía solo. Tal vez siempre lo había
estado.
No voy a mentir, no era la primera vez que me
sentía así, ni mucho menos. Pero recuerdo que aquel Abril la soledad fue
especialmente insoportable. Como si ya supiera... Como si yo... No importa, ya
llegaremos a eso.
En estas ocasiones solía aprovechar para
escribir, algo que me relaja, y ahuyenta en cierta medida aquellos fantasmas
que me persiguen. Lo consideraba como la medicina de mi corazón. Me tranquilizaba. Me alegraba. No era una
alegría de júbilo, era una alegría triste. Pero era suficiente. Con dibujar una
media sonrisa para mí, en lugar de una amplia para todo el mundo era suficiente.
O al menos, con eso me conformaba.
Por lo tanto un día me decidí. Cogí un boli,
mi cuaderno de hojas cuadriculadas, y mi botella de agua, dispuesto a encontrar
una inspiración que, en las calles de esta misma ciudad, se había escondido de
mí durante todo el invierno. La buscaría en algún lugar tranquilo. En mi mente
apareció la imagen de un gran árbol, con una buena sombra y vistas a algún
jardín o parque enorme, donde podría ver a la gente pasear, hablar, reír... Tal
vez así recordaría lo que se sentía. Aunque no me hablasen a mí. Aunque no
riesen conmigo.
Al cabo de más o menos una hora, encontré un
lugar parecido al que había dibujado en mi cabeza momentos antes. El árbol era
un cerezo en flor, decorado a sus pies con una enorme alfombra de pétalos rosas
y hierba verde. Bajo su sombra podría disfrutar de mi "hanami"
particular, una tradición japonesa en la que se contempla la belleza del
florecimiento de los cerezos.
El parque no era tan grande como había
imaginado, pero en su centro había una pequeña fuente cubierta por una bóveda
de cerezos, que dejaban caer una lenta lluvia de pétalos rosas sobre el agua.
Flotando unos instantes, para acabar hundiéndose. Uno de los pájaros que
pararon a beber de la fuente, rescató con la delicadeza de su pico uno de estos
pétalos y, alzando el vuelo, se lo llevó a cualquier parte. Como si para él
fuera el mayor de los tesoros.
Me remangué la camisa, dispuesto por fin a
escribir. Abrí el cuaderno ante mis ojos.
Como siempre que escribo, dejo desfilar
imágenes y momentos en mi mente, para luego transformarlos en sentimientos.
Luego en palabras. Este proceso es más complicado de lo que podría describir,
pues es imposible plasmar en palabras sentimientos que sólo el corazón
entiende. Lo mejor que podemos hacer es aproximarnos, dando una descripción
vaga de lo que sentimos. Tan sólo una sombra.
Comencé a dibujar espirales y símbolos de
infinito, como cada vez que intento concentrarme, esperando a que la
inspiración llegue por fin. Junté pétalos caídos en montoncitos, y soplé
dejando que el aire que había empezado a circular los arrastrase y llevase
lejos, mientras mecía suavemente las ramas de los cerezos.
En aquel momento me sentí incapaz. No pude
plasmar lo que sentía sobre el papel. Era demasiado triste. Me daba demasiada
vergüenza.
Hacía tiempo que no me encontraba a mi mismo
al escribir. Estaba perdido. El boli temblaba, al mismo ritmo que temblaba mi
mano. Y poco a poco todo mi cuerpo.
Y, a medida que la sombra de los cerezos se
alargaba, comencé a sentirme solo de nuevo. Sentado bajo la lluvia de pétalos,
como si el árbol llorase por mí lo que yo no me atrevía a llorar. Solo.
Jugué con el bolígrafo entre mis dedos,
mientras mordía con fuerza el tapón, esperando que la saliva limpiase mi
angustia. Arañé el papel con el boli, perforando la primera hoja, la segunda,
la tercera... Como intentando escapar de una cárcel invisible para el mundo.
Pero tan real para mi...
Los pájaros, hasta entonces alegres y
cantarines, habían callado. O, por lo menos, yo ya no podía escucharlos. La
lluvia de pétalos cesó, y la fuente se quedó muda.
Un sudor frío comenzó a brillar en mi frente,
estrellándose una primera gota sobre el cuaderno con un sordo "plop".
Y el nudo... Aquel dichoso nudo en la garganta que amenazaba con ahogarme ahora
sí de una vez por todas. Busqué a tientas las sábanas de mi cama para
aferrarlas con fuerza hasta que se me cortase la circulación. Pero no estaban
allí. Y mi respiración, aunque muda, comenzó a agitarse al ritmo de mi corazón,
que aumentaba de marcha, dispuesto a desbocarse y salirse de la carretera. Directo al abismo.
- ¿ Estás escribiendo ?
Pude oír una clara y alegre voz que me
hablaba. Una voz que me trajo de vuelta al mundo real. Una voz que hizo que los
pájaros cantaran de nuevo. Una voz que me devolvió la cascada de pétalos de
cerezo.
Lentamente alcé mi mirada del cuaderno. Para
estrellarla contra aquellos grandes ojos grises y brillantes. Para estrellarla
con aquella amplia sonrisa de finos labios. Para enredarla en aquellos
tirabuzones dorados.
En aquel momento me di cuenta de que hasta
entonces había estado viviendo en un invierno eterno. En aquel momento me di
cuenta de que, con ella, había llegado la primavera.
Me di cuenta de que ya había llegado Abril.
De que ella era mi Abril.