sábado, 4 de febrero de 2017

Tu mentira en Abril #1


Echando la vista atrás, todavía puedo verlo todo. Puedo recordarlo perfectamente.
Recuerdo que por aquel entonces, por aquellas fechas, ya empezaba a hacer calor. Ese año el buen tiempo parecía llevar prisa y llegó antes de lo esperado. Muestra de ello era el montón de camisas sobre mi cama, que fueron reemplazando poco a poco sudaderas y jerséys.
Por primera vez en todo el año, podía dejar la ventana abierta todo el día sin riesgo de congelarme. Aquel había sido un invierno especialmente frío, creo recordar. Frío, largo y duro.
Por aquel entonces me acostaba con una botella de agua helada en mi mesita de noche, que al despertar ya se habría convertido en una verdadera sopa de cocido.
A través de la panorámica de la ventana de mi habitación podía ver cómo el árbol que tenía justo enfrente, tras acompañarme todo el invierno desnudo y seco, comenzaba a cubrirse de distintas gamas de verde. Incluso los pájaros comenzaron a anidar ya entre sus ramas. Casi casi al alcance de mi mano, si me estiraba un poco.
Recuerdo  que por aquel entonces el olor almizclado de las primeras flores inundaba las calles, como si acabase de abrir la más delicada y suculenta de las pastelerías, y se colaba en mi habitación sin pedir permiso. Recuerdo asomarme a la ventana y llenarme los pulmones de dulce, hasta toser.
Recuerdo que, por aquel entonces, me sentía solo.
No era una soledad real, en el verdadero sentido de la palabra, pues me rodeaba la gente. Pero creo que esa es la peor clase. La soledad del que se siente solo, incluso rodeado de amigos y de gente. La soledad del que ve extraños en los rostros que conoce de toda la vida.
Todavía recuerdo despertarme suspirando, con un nudo en la garganta y otro en las sábanas, enredadas bajo mi puño apretado. Mientras el mundo se venía abajo y las paredes se estrechaban. Recuerdo aquel peso invisible sobre mi pecho. Y me sentía solo. Tal vez siempre lo había estado.
No voy a mentir, no era la primera vez que me sentía así, ni mucho menos. Pero recuerdo que aquel Abril la soledad fue especialmente insoportable. Como si ya supiera... Como si yo... No importa, ya llegaremos a eso.
En estas ocasiones solía aprovechar para escribir, algo que me relaja, y ahuyenta en cierta medida aquellos fantasmas que me persiguen. Lo consideraba como la medicina de mi corazón.  Me tranquilizaba. Me alegraba. No era una alegría de júbilo, era una alegría triste. Pero era suficiente. Con dibujar una media sonrisa para mí, en lugar de una amplia para todo el mundo era suficiente. O al menos, con eso me conformaba.
Por lo tanto un día me decidí. Cogí un boli, mi cuaderno de hojas cuadriculadas, y mi botella de agua, dispuesto a encontrar una inspiración que, en las calles de esta misma ciudad, se había escondido de mí durante todo el invierno. La buscaría en algún lugar tranquilo. En mi mente apareció la imagen de un gran árbol, con una buena sombra y vistas a algún jardín o parque enorme, donde podría ver a la gente pasear, hablar, reír... Tal vez así recordaría lo que se sentía. Aunque no me hablasen a mí. Aunque no riesen conmigo.
Al cabo de más o menos una hora, encontré un lugar parecido al que había dibujado en mi cabeza momentos antes. El árbol era un cerezo en flor, decorado a sus pies con una enorme alfombra de pétalos rosas y hierba verde. Bajo su sombra podría disfrutar de mi "hanami" particular, una tradición japonesa en la que se contempla la belleza del florecimiento de los cerezos.
El parque no era tan grande como había imaginado, pero en su centro había una pequeña fuente cubierta por una bóveda de cerezos, que dejaban caer una lenta lluvia de pétalos rosas sobre el agua. Flotando unos instantes, para acabar hundiéndose. Uno de los pájaros que pararon a beber de la fuente, rescató con la delicadeza de su pico uno de estos pétalos y, alzando el vuelo, se lo llevó a cualquier parte. Como si para él fuera el mayor de los tesoros.
Me remangué la camisa, dispuesto por fin a escribir. Abrí el cuaderno ante mis ojos.
Como siempre que escribo, dejo desfilar imágenes y momentos en mi mente, para luego transformarlos en sentimientos. Luego en palabras. Este proceso es más complicado de lo que podría describir, pues es imposible plasmar en palabras sentimientos que sólo el corazón entiende. Lo mejor que podemos hacer es aproximarnos, dando una descripción vaga de lo que sentimos. Tan sólo una sombra.
Comencé a dibujar espirales y símbolos de infinito, como cada vez que intento concentrarme, esperando a que la inspiración llegue por fin. Junté pétalos caídos en montoncitos, y soplé dejando que el aire que había empezado a circular los arrastrase y llevase lejos, mientras mecía suavemente las ramas de los cerezos.
En aquel momento me sentí incapaz. No pude plasmar lo que sentía sobre el papel. Era demasiado triste. Me daba demasiada vergüenza.
Hacía tiempo que no me encontraba a mi mismo al escribir. Estaba perdido. El boli temblaba, al mismo ritmo que temblaba mi mano. Y poco a poco todo mi cuerpo.
Y, a medida que la sombra de los cerezos se alargaba, comencé a sentirme solo de nuevo. Sentado bajo la lluvia de pétalos, como si el árbol llorase por mí lo que yo no me atrevía a llorar. Solo.
Jugué con el bolígrafo entre mis dedos, mientras mordía con fuerza el tapón, esperando que la saliva limpiase mi angustia. Arañé el papel con el boli, perforando la primera hoja, la segunda, la tercera... Como intentando escapar de una cárcel invisible para el mundo. Pero tan real para mi...
Los pájaros, hasta entonces alegres y cantarines, habían callado. O, por lo menos, yo ya no podía escucharlos. La lluvia de pétalos cesó, y la fuente se quedó muda.
Un sudor frío comenzó a brillar en mi frente, estrellándose una primera gota sobre el cuaderno con un sordo "plop". Y el nudo... Aquel dichoso nudo en la garganta que amenazaba con ahogarme ahora sí de una vez por todas. Busqué a tientas las sábanas de mi cama para aferrarlas con fuerza hasta que se me cortase la circulación. Pero no estaban allí. Y mi respiración, aunque muda, comenzó a agitarse al ritmo de mi corazón, que aumentaba de marcha, dispuesto a desbocarse y  salirse de la carretera. Directo al abismo.
- ¿ Estás escribiendo ?
Pude oír una clara y alegre voz que me hablaba. Una voz que me trajo de vuelta al mundo real. Una voz que hizo que los pájaros cantaran de nuevo. Una voz que me devolvió la cascada de pétalos de cerezo.
Lentamente alcé mi mirada del cuaderno. Para estrellarla contra aquellos grandes ojos grises y brillantes. Para estrellarla con aquella amplia sonrisa de finos labios. Para enredarla en aquellos tirabuzones dorados.
En aquel momento me di cuenta de que hasta entonces había estado viviendo en un invierno eterno. En aquel momento me di cuenta de que, con ella, había llegado la primavera.
Me di cuenta de que ya había llegado Abril.
De que ella era mi Abril.

jueves, 2 de febrero de 2017

Tan cerca


Estábamos tan cerca que casi podíamos leernos los miedos en los ojos del otro. Tan cerca que nuestras respiraciones se condensaban en una sola en los poros del otro. Y los corazones se iban sincronizando en ritmo y fuerza. En calor. En amor.

Tan cerca. Tan cerca. En medio de una noche sin estrellas y una Luna tímida. Una noche nunca tan bella como aquella. Una noche en la que nunca antes había visto semejante estrella. Que iluminara tanto todo a mi alrededor estando a oscuras.

Tan cerca que nos separaba sólo el susurro de tus labios y el siseo tranquilo de los sauces. El corazón en latido, y tu boca al sonreír.

Tan cerca que no había distancia o barrera de seguridad que separase al sueño de la realidad. La realidad del sueño.

De una noche de invierno. Como salidos de Shakespeare.

Aquella noche tus miedos me contaron que nunca se habían enamorado. Los míos gritaban que habían sufrido, engañados. Conscientes de que aquello, por fin, era real. Era de verdad.

Los tuyos rogaban no haberse equivocado. Los míos, seguros, de haber acertado.
Nuestros miedos huyeron cogidos de la mano. Olvidando y dejándose atrás la distancia, el tiempo y el espacio. Quedando sólo nosotros en aquel banco bajo la cúpula de sauces y el frío nocturno. Cerca.

Tan cerca. Tan, tan cerca que podía contarte las pestañas y los deseos que en ellas descansaban.

A una pestaña por deseo. Deseos arrastrados por el viento, para que pudieran volar rápido y poder cumplirse incluso estando separados.

Tantos, tantos deseos y tan sólo uno en mente.

Seguir tan, pero tan cerca, siempre.