No te echo de
menos.
Nada.
Ni siquiera un
poco.
Ha pasado tanto
tiempo que casi no recuerdo a qué huelen las noches de verano junto a ti. Pero
no lo echo de menos. No echo de menos tu manera de mirarme. Con esos ojos
grandes, marrones, que parecían estar siempre preguntando, sin hallar
respuesta.
Como una hoja
perdida en el otoño, sin saber qué vino antes. Si la calma o la tormenta. O si
siempre vivimos enredados en el vendaval. Mezclándonos con el verano.
Disipándonos en invierno.
No echo de menos
no vivir primaveras a tu lado. Porque nosotros florecíamos más adelante en el
calendario. O, perdón, nunca lo hicimos.
No echo de menos
un amor no tan adolescente, no tan perfecto. No tan inconcluso. No tan como mis
historias. Concluyendo como los buenos sueños: olvidándonos de ellos. Esos
sueños que deseas recordar con todas tus fuerzas para que te acompañen el resto
del día (o de la vida), pero que, de tanto agarrarlos, se acaban soltando.
Deshaciéndose. Como vaho en la niebla.
No echo de menos
que el término noche de verano lleve tus iniciales y me recuerde
irremediablemente a ti.
No echo de menos la forma en la que te echaba de menos.
O la forma en la que no lo hacía en absoluto.
No echo de menos
días que parezcan semanas de tanto esperar a que regreses, sudadera en mano.
Cómo no, oliendo a ti.
De no echarte de
menos se me olvidó contar los años. Y míranos. Somos otros. Completamente
distintos con cada estación.
O tal vez no. Ya
me he olvidado.
De recordarnos. De echarnos de menos.
O tal vez no.