Estábamos tan
cerca que casi podíamos leernos los miedos en los ojos del otro. Tan cerca que
nuestras respiraciones se condensaban en una sola en los poros del otro. Y los
corazones se iban sincronizando en ritmo y fuerza. En calor. En amor.
Tan cerca. Tan
cerca. En medio de una noche sin estrellas y una Luna tímida. Una noche nunca
tan bella como aquella. Una noche en la que nunca antes había visto semejante
estrella. Que iluminara tanto todo a mi alrededor estando a oscuras.
Tan cerca que nos
separaba sólo el susurro de tus labios y el siseo tranquilo de los sauces. El
corazón en latido, y tu boca al sonreír.
Tan cerca que no
había distancia o barrera de seguridad que separase al sueño de la realidad. La
realidad del sueño.
De una noche de
invierno. Como salidos de Shakespeare.
Aquella noche tus
miedos me contaron que nunca se habían enamorado. Los míos gritaban que habían
sufrido, engañados. Conscientes de que aquello, por fin, era real. Era de
verdad.
Los tuyos rogaban
no haberse equivocado. Los míos, seguros, de haber acertado.
Nuestros miedos
huyeron cogidos de la mano. Olvidando y dejándose atrás la distancia, el tiempo
y el espacio. Quedando sólo nosotros en aquel banco bajo la cúpula de sauces y
el frío nocturno. Cerca.
Tan cerca. Tan, tan
cerca que podía contarte las pestañas y los deseos que en ellas descansaban.
A una pestaña por
deseo. Deseos arrastrados por el viento, para que pudieran volar rápido y poder
cumplirse incluso estando separados.
Tantos, tantos
deseos y tan sólo uno en mente.
Seguir tan, pero
tan cerca, siempre.
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