martes, 4 de octubre de 2016

Inexorable autodestrucción


Te fuiste sin un sólo ruido. Sin cristales rotos. Sin golpes en la puerta. Sin voces quebradas de tanto gritarse que se odiaban, pero que no podían vivir la una sin la otra. Te fuiste sin lágrimas en los ojos pero con un suspiro en la garganta.


Sin saber si lo que nos quedaba era la calma tras la tormenta, o si la tormenta de verdad empezaba cuando te vi alejarte desde la ventana. Para no volverte a ver tomar la dirección hacia mi casa.

Con el tiempo hasta las paredes arañadas te olvidarían a pesar de sus cicatrices. Hasta el colchón olvidaría nuestra forma y las sábanas nuestro olor. La almohada. Que olía a maquillaje desdibujado por las lágrimas. Y a sudor. Cuando pasara el suficiente tiempo, quién sabe. Puede que incluso te olvidara yo.

Pero es una pena, en verdad, que no haya un manual para el corazón. Ningún mecanismo de defensa en nuestros cuerpos que nos dijera que hasta aquí habíamos llegado. Y que hay daños, palabras que hacen daños, de los que no hay cura posible. De los que no hay vuelta atrás. Que amar odiando, o que odiar amarnos era posible. Pero no era bueno. Y cómo odiábamos amarnos.

Cómo amábamos odiarnos. Tanto que no había vuelta atrás. Ni futuro para nosotros.

Tal vez la culpa fuera mía. Y yo lo dejara escapar.

Lo dejara escapar aquella vez que te plantaste mochila al hombro y maleta en mi puerta porque tus padres te habían echado. Con un moño hecho deprisa, con las manos nerviosas de rabia.

Y me dijiste “vámonos de ésta mierda de ciudad”.

Tal vez la oportunidad estuvo en mis manos. De evitarnos todos los daños. De evitarnos cicatrices. De conservar la poca cordura que nos quedaba. Que ambos, entre los dos, no hacíamos una mente sana. Pero nos gustaba demasiado perder la cabeza el uno con el otro.

Me arrepiento de mi decisión de intentar darle sentido a nuestras vidas. De volver a tomar rumbo en un barco de nuez que iba a la deriva. Me arrepiento de haber sido estúpidamente responsable. Estúpidamente cobarde.

Nos quedamos en aquel lugar al que odiabas. Y comenzó el camino hacia nuestra inexorable autodestrucción. Convirtiendo nuestro caos en rutina.

Intentando que el castillo de naipes no reventara con el vendaval. Peleando contra la tormenta. Capeando el temporal.

Pero una parte de ti ya no estaba. La parte que quería huir conmigo sin importar el destino o la distancia. Y de verdad que intenté devolverte esa parte con todas mis ganas... Pero había decidido fugarse. Sin mí.

El tiempo que nos restaba lo ocupamos destrozándonos cuerpo y mente. Cubriendo páginas en nuestro álbum de cicatrices. Pasando el punto de no retorno, en el que ya no éramos nosotros mismos. Pero, incluso allí, de alguna manera, aún éramos tú y yo.

Éramos la crónica de una muerte anunciada.
Éramos nuestra inexorable marcha hacia la autodestrucción.





©Carlos Avilés, 2016

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